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Patiero

Jun 13, 2021

Este relato fue escrito en abril de 2020, semanas luego de que iniciar la crisis del Covid-19.

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Una tarde, de fines de diciembre, acopañé a mi amigo Iván a ver una casa. Tenía intenciones de trasladarse a Luján de Cuyo, porque la ubicación era ideal para su nuevo trabajo en bodega. La casita en cuestión tenía una energía cálida y agradable.

Después de cusmear las instalaciones, atravesamos un pasillo estrecho. Al final nos esperaba el patio, al frescor de un vigoroso señor parral. La tarde ya se iba apagando y un airecito agitó las hojas: ¿Te ves viviendo aquí los próximos años? pregunté.

Finalmente, Iván se mudó a la casa del patio. Y desde ese entonces tuvimos la fantasía de hacer algo con esos frutos cuando maduros. Ninguno había hecho vino antes, así es que mi amigo movió sus hilos para acceder a información de calidad de mano de una enóloga que , incluso más entusiasmada que nosotros, ofreció varias recomendaciones además de preparar tres pequeños recipientes: uno con levadura, otro con sulfitos y otro con nutrientes, suficiente como para fermentar unos veinte litros de jugo de uva.

Le pusimos una cruz al 15 de febrero. Ese sería el día en que, si no llovía entre semana, la concentración de azúcar sería tan elevada como nuestras ganas de poner manos a la obra. Marcamos el comienzo de cosecha al caer la tarde. Esa noche, nuestra amiga Emilie, Iván y yo cosechamos el parral del patio. A la luz de un velador, meta charla y risa, ayudados de tijeras y cajones de plástico, fuimos juntando racimos, para luego ir trasladando los granos a otro tacho, mientras la montaña de escobajo iba creciendo en una bolsa de consorcio.

Completamos tres tachos de uva descobajada. Y luego, coronados con hojas de parra, molimos la cosecha a fuerza de patas y música .

A la una de la mañana el perfume a moscatel ya se sentía en el aire.

Sulfatamos el mosto, dieciocho litros en total. Y a esa altura del partido, cansados y con hambre, nos dispusimos a preparar un ámbito propicio para avivar las levaduras en agua tibia. Según las indicaciones de la enóloga, la levadura debía activarse rápidamente pero no estaba ocurriendo. Una expresión de angustia asomó al rostro de mi amigo , a mí ya me ganaba el hambre y Emilie, visiblemente cansada y verborrágica, desbordaba optimismo. Agregamos una pequeña muestra de mosto al agua. Sugerí que cenáramos, mientras le dábamos tiempo al milagro. Las levaduras nadando en su jugo quedaron cerca de la hornalla prendida, mientras las hamburguesas se cocinaban y nosotros recurríamos a una rehidratación digna de los bacanales que nos sentíamos.

A medida que transcurrían los minutos, la angustia de Iván iba metaorfoseándose. Quizás, había depositado mucha expectativa respecto de la elaboración…no lo se. Pero lo cierto es que yo ya estaba pensando en un plan B, mientras Emilie insistía en que todo iría bien.

Cuando terminamos de cenar volvimos a revisar las levaduras que parecían no tener ningún interés de manifiestarse y cooperar. Con cierta frustración decidimos, entonces, añadirlas al mosto y dejar el asunto en manos de Baco (y todos los hados) . Acomodamos nuestro proyecto de vino en bidones y botellas. Los ubicamos dentro de un tacho y cubrimos todo con una frazada.

Algunas horas más tarde , nuestro amigo (desde la frustración, ahora devenida enojo) nos reportaba via whatsapp el minuto a minuto de la porfía de unas levaduras en sostenido paro fermentativo. La situación era tragicómica. Evidentemente algo habíamos hecho mal o , quizás, el jugo no tenía el nivel de azúcar necesario. Ya estábamos por bajar los brazos y tomar un cambio de rumbo cuando, dos días más tarde, llegó un inesperado mensaje de voz.

Estimé escuchar a Iván estallando en catársis por la fracasada aventura, pero el mensaje no contenía su voz. El mensaje traía la voz de toda una población de Saccharomyces cerevisiae que, en una ebullición explosiva y efervecente, anunciaba a los gritos que (por fin) estaba convirtiendo el azúcar en alcohol. Fue un gran momento. La fé en el moscatel se renovó.

Pasaron los días. Iván siguió ocupándose de brindar buen abrigo a las lentas (pero cumplidoras) socias. Las mantuvo al abrigo de las noches frescas y las hizo sudar en las catorce siestas que siguieron. Su colega del laboratorio siguió de cerca el proceso y nos sugirió cuándo trasegar.

Volvimos a marcar el calendario. La segunda tertulia sería el 3 de marzo. Esta vez estaríamos todos: Iván, Emilie , yo y nuestra amiga Silvina, que no había podido asistir al encuentro anterior.

Mientras el asado empezaba a chirriar en la parrilla, ya terminábamos una segunda cosecha de moscatel y criolla. Silvina pisó su tacho mientras era coronada reina de la fermentación alcohólica. Ese mosto fue, luego, cortado con alcohol etílico para convertirlo en mistela que, posiblemente, estará bebible de aquí a un año.

El otro, el vino, ya estaba listo. Las borras descansaban al fondo de los envases que, uno a uno, fuimos trasegando ayudándonos de una manguerita.

Confieso que cuando probé el vino no pude ocultar mi emoción. No solamente tenía sabor a vino, sino que en boca había una acidez muy agradable y la uva moscatel se reconocía fácilmente en el aroma. No fue el mejor vino que haya probado, no. Pero fue un vino inolvidable, porque fue el que había hecho junto a mis amigos. Y no se cuánto habrá tenido de graduación alcohólica, y no se si era un vino correcto, pero se bebía fácil y, con él, la risa se encendía rápido.

Le pusimos “Patiero” porque, al final de cuentas, fue hecho a pata y en el patio.

Esa noche dos botellas del “Patiero” pasaron a mejor vida. También esa noche, y sin saberlo, compartimos nuestra última cena juntos, antes que llegara una cuarentena que nos obligó a guardardarnos a todos por largo tiempo gracias a un virus de matices surrealistas que parece tener en vilo a todo el planeta. Nuestra cotideanidad dio un giro de 360 grados desde esa noche hasta hoy, en que ése ultimo encuentro de amigos se siente con la nostalgia de un recuerdo lejano y desteñido.

Del Patiero, obtuvimos catorce botellas. Es un blend de moscatel y alegría. Hoy, en mi heladera, solo queda una botella y la reservo para el día en que nos podamos volver a ver.-

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