El gesto

Jun 07, 2021

En Cusco, a  tres mil y pico de metros sobre el nivel del mar, el frío se siente  con fuerza a la madrugada, sobre todo si una ha estado ligeramente intoxicada y yéndose por los caños por un día o dos.

Cuando salí eran como  las cinco de la mañana.

Era Mayo y viajaba sola.

Caminé cuesta abajo hasta la calle Pavitos, desde donde salían  camionetas para Ollantaytambo (donde luego tomaría el tren hacia Machu Picchu). En Perú el sol sale muy temprano y  esa mañana el cielo ya mostraba  rayas  rosadas de amanecer.

Cerca de la esquina de Pavitos  varias camionetas ofrecían  viaje por diez soles. Regateé un aventón por ocho y me subí a la combi que accedió. Fui la primera. Los choferes seguían ofreciendo el viaje y las voces gritando “Ollanta” se confundían. La gente subía, se arrepentía, bajaba y se subía en otra van.

Entendí, entonces, que la camioneta partiría cuando estuviese llena y no antes.

Sentada, con la puerta abierta de par en par, esperé pacientemente. Quizás pasó una hora, quizás fue menos… no lo sé .  Pero mi quietud y mi incertidumbre incrementaron el frío que sentía y,  repentinamente, empecé a sentirme un poco lejos de casa.

Finalmente la camioneta partió. Compartí el viaje con lugareños que usaban el transporte para ir a trabajar por el día a alguno de los tantos pueblitos agrícolas que riegan el Valle Sagrado. Otros volvían a casa.

Cuando Cusco quedó atrás y abajo,  una bruma  espesa se instaló del otro lado de mi ventanilla y me cegó durante varios kilómetros.  Repentinamente, la neblina cedió y quedó una línea de nubes lindando la montaña. Y, como si hiciera el ademán de pasar fotos con el dedo sobre mi tablet, una seguidilla de pueblos pintorescos empezaron a pasar delante de mí.

Entonces la combi aminoró la marcha. Un autito viejo y destartalado, cargado hasta el moño,  iba delante nuestro (doble línea amarilla mediante). Y fue ahí,  al entrar en una curva,  que la vi.

Era una mujer con su falda de colores, su atuendo típico de sierra y su sombrero collawa. Llevaba una manta a rayas y una canasta. Estaba de pie,  a metros de un campo de maíz (Creo que era maíz) . Estaba muy cerca de la ruta. A su lado había una nena que debe haber tenido tres o cuatro años, no más.

Repentinamente  la mujer se  puso en cuclillas de frente a la nena y, mientras sumaba abrigo a su cuerpito, le decía algo.

La nena escuchaba a su madre con solemnidad.

Entonces lo vi.

Algo se dibujó en el rostro de aquella mujer que hablaba a su niña. Una sola expresión facial, tan exigua como poderosa, capaz de decodificar toda la historia.

Las dos figuras  se evaporaron en la distancia . En la comodidad calefaccionada de la van, mi cuerpo seguía con frío y pensaba que la temperatura exterior, a esa hora de la mañana, debería ser sensiblemente menor.

Mientras mis ojos se perdían a través del vidrio, los pensamientos discurrían al tiempo que sentía asomar un par de lagrimones que no podía contener.

Las imágenes siguieron. Ollanta, el tren hasta Aguas calientes y la visita a Machu Picchu.

De regreso en Cusco, ya de noche y dejando mis pasos en el recuerdo de la cuesta de San Blas, en mi corazón solo palpitaba con fuerza una cosa: El gesto, al costado del camino.-

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